martes, 17 de abril de 2012

Vinilo y magia

Llegué a esa tiendita desordenada casi por accidente, buscando otra cosa me encontré con ella y sin pensarlo mucho entré. Había tres pasillos, tan largos como el edificio entero, todos atestados de muebles, libros, manteles de encaje, abrigos, cristalería, aparatos amarillentos que en otra época habían sido la vanguardia de la tecnología. Tesoros y pertenencias de otro tiempo, de otras personas, objetos que se habían salvado del basurero o que habían encontrado su camino fuera de el. Todo para terminar en una polvorosa tienda de antigüedades, o una tienda de viejo, el nombre depende del precio que sus residentes puedan alcanzar.

Si bien, tenía claro lo que venía a buscar, no pude evitar curiosear a mis anchas por algunas horas entre sus pasillos y rincones escondidos, siempre con la ilusión de que debajo de un abrigo o dentro de un closet apestoso encontraría un tesoro que cambiaría mi vida por siempre. Tal vez el sable de un pirata o una casaca militar, algún documento importante perdido de la historia o una primera edición de uno de mis libros favoritos. Siempre eh sido un fanático y explorador de lo antiguo, de lo viejo, de lo olvidado por el mundo. Ese mundo que se empeña en seguir adelante sin importar quien o que se vaya quedando atrás.

Ese día estaba buscando discos de vinilo, hacía poco había comprado una tornamesa y apenas contaba con un par de discos nuevos de música contemporánea. La música reciente estaba bien, pero siempre eh tenido la idea de que lo análogo va más con otra época: un danzón veracruzano, bailado en los portales y con marimberos al por mayor; una ópera trágica, que solloce las palabras como queriendo desgarrar el alma del espectador; una sinfonía solemne, con sus cañones, tambores y violines enfatizando la importancia de su razón de ser.

Lamentablemente, en la mayoría de las tiendas que conozco ya no puedas encontrar ese tipo de música con facilidad. Dejando como último recurso las tiendas que rescatan y recuperan esos discos de vinilo en espera de un cliente loco como yo que los busca y atesora como si fueran la novedad. De cierta forma, para mi por lo menos, si son novedad; buscando tirado en el piso entre cajas, armarios y vitrinas encontré música y notas que nunca en mi vida había escuchado: salsa, música clásica, tango, rock. Artistas de los que solo había escuchado hablar a mis abuelos y que nunca hubiera podido reconocer de oído. También me reencontré con viejos conocidos, en un formato que hasta esos días nunca hubiera pensado dominaría. Finalmente, todos esos artistas, bandas y sonidos que simplemente desconocía y que por una cubierta vistosa o una pista de canciones interesante me llamaron a obtenerlos e incluirlos en el soundtrack de mi vida.

La colección va creciendo poco a poco; empezó con un disco de Arcade Fire y después se fue engrosando con Agustín Lara, Pavarotti, La Sonora Matancera, Wagner, Beethoven, Los Pixies, Moncayo, Revueltas, Iron and Wine, Ravel y muchos otros. Todos con un momento y sentimientos propios que transmiten cada vez que el disco se pone a girar. Entiendo, en teoría, perfectamente el funcionamiento de uno de estos aparatos; como la aguja recorre el disco recogiendo las vibraciones producidas por patrones grabados en vinilo, lo entiendo en mi mente, tiene sentido. Por otro lado, mientras observo ese plato negro que da vueltas al infinito sobre el fieltro no puedo dejar de pensar en lo mágico que esa imagen me parece. Música, voces, melodías y belleza, todo eso sale de algo que parece rústico y primitivo cuando lo comparas con mi biblioteca de canciones en la computadora portátil.

Me gusta pensar que la música encierra todavía mucha magia, que entre los diminutos canales grabados de un LP hay algo inexplicable y fantástico. Me gusta pensar que cada vez que pongo la aguja sobre uno de mis discos viejos les doy una segunda de cumplir el propósito para el que fueron creados, de vivir una vez más cuando se pensaron olvidados en un viejo estante y que nunca volverían a girar.

domingo, 15 de abril de 2012

Jardín de rosas

Tengo muchos recuerdos felices de mis vidas en el extranjero. Les digo vidas pues estos días me parece realidades que ya están muy lejos, difuminadas por la nostalgia, presentes en otro tiempo y lugar. Parte de un yo que ya no existe, reflejos de algo que se ha transformado en otra cosa. De todos esos recuerdos felices existe uno en particular que logra sacarme una sonrisa sin importar el momento en que aparece en mi mente: mi jardín de rosas. No siempre fue mío, de hecho tardamos algunos meses en decidir que ocuparía un lugar prominente en mi vida. Lo descubrí a finales de invierno, escondido detrás de una iglesia pequeña de ladrillo rojo, ahí estaba, oculto, tímidamente rodeado por su reja negra.

Un pequeño jardín de rosas, no lo sabía entonces pues durante el frío invierno irlandés solo veía algo de verde y ramas desnudas esperando algo más de sol, algo más de calor. Al principio solo sirvió como un atajo camino a la estación de trenes, una manera de cortar algo de tráfico y llegar a cubierto antes de que se enfriara mi chocolate. Conforme pasaron los meses fui notando como mi el jardín se transformaba, siempre caminaba por ahí muy temprano por lo que generalmente nuestros encuentros fueron a solas, poco a poco los colores cambiaban: el verde y el marrón dieron lugar a tonos vivos, rosado, rojo, blanco. Los celosos rosales por fin perdieron la pena y de un día a otro me sorprendieron con colores que yo solo recordaba en las jacarandas de la Ciudad de México o las de mi madre en su casa de Veracruz.

Conforme el número de visitas al jardín incrementaba también lo hacía el tiempo que dedicaba a deambular entre sus rosales. Una caminata rápida ya no era suficiente para sentirme entero y feliz por el resto del día. Necesitaba dedicarle el tiempo necesario, descubrir sus colores, sus aromas, necesitaba tomar algo de su vida y plasmarla en la mía. Al final me pude traer algo de vuelta conmigo, nada físico, tangible, nada que pudiera haber metido entre las páginas de un diario o en un bolso. El recuerdo de mi jardín de rosas siempre me lleva de vuelta a un tiempo algo más simple, transitorio, expectante del resto de mi vida. Una bella pausa antes del acto principal que ahora está por comenzar.

Ya pasaron varios años desde mi última visita al jardín, hace mucho que no tengo que caminar al tren, hace mucho que me despido de alguien en el umbral de su puerta por la mañana para comenzar mi día. Hace mucho, de hecho que no veo rosas, otras que no sean las del centro comercial o puestos callejeros, ya de camino al basurero. Entre el silencio de las flores y el reconfortante frío matutino encontré algo que me hacía sentir más en paz de lo que jamás me había sentido. Tan simple y complejo, tan bello, tan lleno de vida y cambiante, insertado en un entorno adverso florecía y demostraba sin tapujos su belleza.

Debo admitir que extraño mi jardín de cosas. No eh sabido llevar a diario lo que encontré en esos meses. La pereza y el miedo me fueron llevando de vuelta a perderme entre lo que debería hacer, lo que el mundo esperaba de mi. La verdad es que yo se bien que el mundo no espera nada de mi. Muera o viva este planeta y todos sus tripulantes pueden perfectamente seguir su vida. Al final del día somos insignificantes y nada indispensables. Las únicas exigencias para mi vida vienen de mi mismo; de mis metas, sueños y ganas de perseguir todas esas cosas que me hacen feliz.

Somos unos animales extraños los seres humanos, curiosos. Construimos y creamos; siempre cada vez más grande, cada vez mejor, entre más difícil y rebuscado mejor. Aún así somos capaces de maravillarnos de las cosas más sencillas, más simples, más naturales. Somos como niños que creen haberlo entendido todo solo para darse cuenta que realmente nunca entendimos nada. Perdidos en la oscuridad, ignorando nuestra luz interior, dependiendo de fantasías artificiales, soñando con algún día poder por fin quitarse el velo y darnos cuenta lo brillante que es realmente el sol.

lunes, 2 de abril de 2012

El último vagón

Para Nina,


Emilio abrió los ojos de repente, se sentía aturdido y la cabeza le daba vueltas. Sintió la garganta seca y todo su cuerpo entumecido, como si no hubiera movido un músculo en mucho tiempo. Pasó el siguiente minuto tratando de incorporarse pero sus brazos y piernas no tenían la mínima intención de hacerle caso. Después de muchos intentos logró sentarse, todo a su alrededor le hacía pensar en un hospital; había cables y aparatos distribuidos por toda la habitación pero todos estaban apagados, como esperando una emergencia que nunca llegaba. Aparte de la evidente extrañeza de su situación la habitación le parecía familiar, emulando a la suya propia con carteles y libros en los estantes, sin embargo todo le parecía nuevo, diferente, como nada que hubiera visto antes. Podía distinguir cualidades pero las formas y maneras de los objetos se habían transformado.

Respiraba tranquilo, tratando de no asustarse, no entendía nada, no podía recordar algo que le diera una pista del lugar y las razones por las que el estaba ahí. Su último recuerdo era haber tomado el tren número 23 de la ruta costera camino a casa. Recordaba el número por que en el último vagón siempre lo escribían con grandes letras amarillas, a el le gustaba el último vagón, tenías que caminar un poco para llegar al final del tren y la mayoría de la gente lo evitaba. El disfrutaba de su aparente soledad mientras observaba a las gaviotas sobrevolando pequeños barcos pesqueros cerca de la costa.

Buscó su teléfono móvil pero no pudo hallarlo por ningún lado. Su cabeza estaba vuelta loca y todas las ideas que le venían a la mente terminaban en una tragedia, pocas razones podrían explicar lo que le estaba pasando. Emilio se sentía bien, le costaba trabajo moverse pero se sentía entero. Después de muchas dificultades logró arrastrarse hasta lo que el supuso era el baño. No tenía ninguna idea de lo que estaba buscando pero tuvo un presentimiento de que la respuesta lo esperaba ahí.

Como toda la habitación el baño también estaba a oscuras, se paró frente al lavabo y encontró el interruptor con su mano derecha. Se escucho un grito ahogado a lo largo de todo el pasillo del piso seis; tocando su rostro Emilio trataba desesperadamente de entender al mismo tiempo que un pequeño escuadrón de enfermeras entraba a la habitación. Sorprendidas de verle de pie trataron de calmarlo; a pesar de la previa dificultad para moverse Emilio se zafo como pudo de las enfermeras de casacas naranjas brillante y se arrinconó en una de las esquinas de la regadera. Respiraba pesadamente con la cara desfigurada por el miedo.

Las enfermeras parecieron entender y se alejaron un poco, una de ellas tomó la iniciativa y se presentó, dijo que se llamaba Julieta y que era su enfermera, que Emilio había tenido un accidente y había estado en coma. Sus ojos se abrieron tanto que parecía que se saldrían de sus órbitas en cualquier momento. Tenía muchas preguntas pero no quería hacer ninguna de ellas, tenía demasiado miedo de las respuestas, sacudía su cabeza en señal de negativa mientras relajaba un poco su cuerpo, poco a poco perdía fuerzas y se encontró en el piso de nuevo. No se lo tuvieron que decir, el coma en el que vivió hasta ese día había sido mucho más largo de lo que cualquiera hubiera querido.

Dos décadas y un lustro habían pasado desde que Emilio tropezó con el último escalón bajando del tren número 23 en el tren de la ruta costera camino a su fiesta sorpresa de cumpleaños. El nunca se esperó una fiesta sorpresa, su familia y amigos nunca habían sido de ese tipo de gente; espontáneos, divertidos, con ganas de salir de la rutina. Nunca supo lo mucho que a ellos les importaba. Hoy tampoco habría fiesta, no porque el invitado no llegó sino porque este año nadie tenía ganas de celebrar. Si bien en su mente Emilio aún era joven su cuerpo cumplía hoy cincuenta años. Estaba bien alimentado pero notablemente envejecido, su juvenil rostro había quedado atrás muchos años antes, su pelo negro ahora estaba invadido por canas incipientes, solo sus ojos tenían aún el brillo que el recordaba, solo así podía asegurar que era, en efecto, la misma persona. Su mirada altiva y las ganas de comerse al mundo seguían ahí. Le dieron ganas de vomitar, las lágrimas salían a borbotones, como si sus ojos nunca hubieran llorado y veinticinco años de llanto acumulado luchara por salir lo antes posible.

No sabía que estaba teniendo un ataque de pánico, nunca había tenido uno. Pero la ansiedad le provoco salir corriendo y huir de aquel extraño lugar con olor a desinfectante; su cuerpo no reaccionó. Salir implicaba aceptarlo todo, el coma, ser viejo, todo. Por lo menos si permanecía ahí el tendría algún control sobre lo que pasaba. Se acercó a la ventana, tratando de observar un mundo que ya no era el suyo, un mundo que lo había dejado atrás y del que ahora tendría que formar parte. Por un instante trato de olvidar todo, se acomodó en cuclillas sobre un largo sillón verde, cerró los ojos y trato de eliminar a la fuerza todos los pensamientos en su cabeza: su familia, sus amigos, su vida entera desperdiciada inconsciente en una cama de hospital, nada le importaba, su más ardiente deseo era que todo terminara, ahí, en ese instante, apretó los dientes y anhelo estar de vuelta en casa, de vuelta en el tren número 23 de la ruta de la costa camino a casa. Deseó no haber perdido todos esos años y de golpe todos sus recuerdos lo golpearon hasta dejarlo sin aire: sus padres, su hermano y sus amigos, pensó en sus planes, recordó a todas las personas que quiso y a las que podría haber conocido, pensó en su perro, anhelo las posibilidades de lo que hubiera podido hacer de haber tenido la oportunidad. Su cuerpo se retorció con fuera, no podía respirar, no podía abrir los ojos de nuevo, en lugar de la media luz de la habitación de hospital sus ojos se cegaron con los colores enteros del sol que atravesaba sus pupilas. Abrió los ojos y reconoció inmediatamente la bahía del Conde Andrés. Emilio recorrió el último vagón del tren número 23 con la mirada, no había nadie en el, las puertas estaban abiertas y el anuncio de última parada sonaba en el altavoz.

Sudaba frío y tardó unos segundos en incorporarse, ésta vez no le costó trabajo levantarse de su asiento, bajó con mucho cuidado los escalones del tren, particularmente el último. Salió de la estación rumbo a casa, no lo sabía pero su fiesta lo seguía esperando, su cuerpo todavía cumplía veinticinco años, su mente en cambio se sentía mucho, mucho más vieja.