miércoles, 5 de diciembre de 2012

Hasta siempre papá


Mi padre murió a las 12:43 de la mañana el 11 de noviembre de 2012. Murió rodeado de médicos y enfermeras que desesperadamente trataron de salvarle la vida; contra sus mejores esfuerzos todo fue en vano, a esas horas la infección ya se había propagado y consumía lentamente lo poco de vida que le quedaba. El, aguanto cuanto pudo y solo reservo un último esfuerzo para despedirse de la mujer que amó en su vida; -te amo- fue lo último que mi madre pudo escuchar de sus labios. Papá murió rápido, con una convalecencia corta y el menor dolor posible, todo apenas en unas cuantas horas. Testimonio indiscutible de que nadie tiene la vida comprada y que todo puede cambiar en un abrir y cerrar de ojos.
Se fue tranquilo y sin asuntos pendientes. De una u otra forma empezó a cerrar ciclos mucho antes de morir. Dijo -te quiero- cuando sintió decirlo, dijo -gracias- cuando lo ameritaba, se esforzó por predicar con el ejemplo, zanjó desencuentros del pasado y se dejó llevar por las cosas buenas que la vida le fue poniendo enfrente. De entre todos los escenarios posibles para encarar a la muerte me parece que se encontraba en una situación inmejorable. 
Por otro lado deja un vacio enorme en la vida de todos los que lo conocimos. Me atrevo a decir enorme no por que sea mi padre, no por que yo lo sienta mucho o mi visión este sesgada; me atrevo por que me he sentido abrumado por todas las muestras de cariño, solidaridad, afecto y gratitud que he podido presenciar en estas últimas semanas. Se me viene a la mente la idea de que, si bien mi padre solo tuvo dos hijos, dejó a muchos sintiéndose huérfanos en esta vida. Muchas veces me pasó que cuando llegaban a consolarme por la muerte de mi padre los que realmente buscaban consuelo eran ellos. Mi perdida era, de hecho, una perdida para muchos otros, un detalle que nunca debo de olvidar.
Lloré mucho, como nunca en mi vida. Me sentí solo, perdido, abrumado por mi vida que cambiaba vertiginosamente sin poder hacer absolutamente nada al respecto. A veces no sabía si lloraba por mi, o por lo mucho que me dolía ver sufrir a las personas que más quiero. Lloraba a fin de cuentas, el origen era el mismo. Durante los días inmediatos a la muerte de papá navegué por instrumentos, estaba ahí, hacía lo que tenía que hacer, sufría en silencio (y no tan en silencio), pero me sentía ajeno, en shock, como si lo que estuviera pasando a mi alrededor fuera un sueño, un horrible sueño lúcido del que no podía despertar. 
Poco a poco volvió la calma, con el apoyo decidido y firme de amigos y familia pude despertar. Lo peor del dolor ya había pasado, las lágrimas se fueron secando y la realidad tomó el lugar de lo que parecía fantasía. Las cenizas de papá seguían ahí, inertes sobre  un mueble de la sala, con una vela prendida, agua, sal y decenas de arreglos florales. Detalle curioso, a mi padre siempre le gustaron las flores; se quejaba amargamente que no le regalaban suficientes, por lo menos en su muerte se fue rodeado de un jardín entero. 


Lentamente vamos volviendo a la rutina: trabajo, proyectos, sueños, aventuras. La vida sigue, a como de lugar, la vida sigue. Sigue por lo menos, hasta que se acaba, después quien sabe que es lo que pasa. Por mi parte me quedo tranquilo, papá me educó bien, me inspiro a seguir mis sueños y me ayudo a descubrir las herramientas necesarias para conseguirlos. Nunca escatimó en prepararnos para lo que viniera, incluso si eso implicaba que el no estaría ahí.  
Extrañamente, desde el momento que supe que papá estaba internado no tuve muchas esperanzas, presentía que el final estaba cerca y así me empecé a preparar. La llamada que recibí a las 2 de la madrugada no me dijo nada, pero en ese momento supe que todo había terminado; cerré los ojos, e hice una pequeña plegaria, agradecí por el padre que había tenido, le dije lo mucho que lo quería y me despedí de el, dejándolo libre para lo que fuera que el universo le tenía preparado. Y así acabo, con un simple - Hasta siempre-.