viernes, 6 de noviembre de 2009

Mirando el techo

¡Pero que noche la de ayer!, es lo único que puedes pensar a la mañana siguiente. Aun estas confundido, entre adolorido y somnoliento; hueles a tinto y tu cabello es un desastre, pero lo sabes, ayer fue una de esas noches. Sabes apreciarlas tan pronto despiertas del sueño en el que inevitablemente terminan. Milagros cotidianos cuando todo converge para crear la atmosfera adecuada: descubres ese refugio particular que desconocías, donde las botellas de vino se sirven en la barra, donde la norma es la movilidad, donde la guitarra acústica y la voz son el único sonido que se eleva hasta las cúpulas afrancesadas por encima del cuchicheo etílico de los parroquianos; encuentras a tus extraños compañeros de viaje, con los que por razones inexplicables te entiendes y mas aun te identificas, las sonrisas por fechorías comparadas y compartidas, la camaradería de una travesura bien hecha; finalmente descubres que a pesar de tu reticencia y sospechas, tenías, en realidad, la mejor disposición para dejarte ir en compañía de desconocidos.

Es una de esas noches mágicas en que descubres que no has sido el único a punto de morir en un volcán, que tus talentos se aprecian a todo lo largo y ancho del mundo y que una buena botella de vino no conoce fronteras. Descubres que un Rioja hermanara más a los hombres que cualquier tratado de buena voluntad. Reconoces que aun existen sorpresas extraordinarias esperando detrás de ese portón por el que has pasado muchas veces. Solo para locos, con su cartel de luces y portero malencarado. Una de esas noches en que los duendes andan de buen humor y salen a jugar contigo llevándote a un reino que creías extinto en medio de la selva de asfalto, piedra de cantera y mármol. Eso sí, habrás de pagar un precio, en este mundo, como en cualquier otro, no se vive gratis; la cuota es alta pero admisible para aquellos que tienen la mente clara y las ideas en orden, sencilla incluso para los que ya aprendieron a viajar sin tanto equipaje: la cuota, que te debes pagar a ti mismo y en especie, es tu vida.

Entre decenas de caras puedes ver la diferencia; unos disfrutan, otros penan, incluso algunos afortunados se regodean en el espectáculo que se sienta frente a sus ojos. Una visión surreal, entre juegos de luces, mesitas de mármol estilo imperio, estatuas doradas, y sillones de respaldo alto; la mística del lugar te deja pensando y al mismo tiempo te importa poco; lo esencial de esta noche es el disfrute no la reflexión. Esa viene al otro día cuando haces memoria y reconstruyes una a una las etapas de la travesía en tu cabeza: el camino al lugar extraño, la expectativa en el recibidor atestado, la confusión de sentarse, seguida por un clímax sostenido y un desenlace usual entre cenas nocturnas y cervezas prohibidas.

Regresas al mundo de los mortales con una sonrisa inexplicable. Solo aquellos que hayan vivido una de esas noches mágicas sabrán reconocer con complicidad esa mirada picara e infantil de una farra exitosa. Tristemente, como todo en la vida también estas historias tienen que terminar, una noche de duendes solo dura un instante, aunque su recuerdo perdure por siempre. El día sigue y la normalidad retoma su correspondiente lugar en la eternidad de tus días; esperando con ansias que llegue de nuevo la noche, con un poco de suerte te los volverás a encontrar, los reconocerás y al caer el sol sabrás que esta noche, nadie duerme.

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