lunes, 2 de abril de 2012

El último vagón

Para Nina,


Emilio abrió los ojos de repente, se sentía aturdido y la cabeza le daba vueltas. Sintió la garganta seca y todo su cuerpo entumecido, como si no hubiera movido un músculo en mucho tiempo. Pasó el siguiente minuto tratando de incorporarse pero sus brazos y piernas no tenían la mínima intención de hacerle caso. Después de muchos intentos logró sentarse, todo a su alrededor le hacía pensar en un hospital; había cables y aparatos distribuidos por toda la habitación pero todos estaban apagados, como esperando una emergencia que nunca llegaba. Aparte de la evidente extrañeza de su situación la habitación le parecía familiar, emulando a la suya propia con carteles y libros en los estantes, sin embargo todo le parecía nuevo, diferente, como nada que hubiera visto antes. Podía distinguir cualidades pero las formas y maneras de los objetos se habían transformado.

Respiraba tranquilo, tratando de no asustarse, no entendía nada, no podía recordar algo que le diera una pista del lugar y las razones por las que el estaba ahí. Su último recuerdo era haber tomado el tren número 23 de la ruta costera camino a casa. Recordaba el número por que en el último vagón siempre lo escribían con grandes letras amarillas, a el le gustaba el último vagón, tenías que caminar un poco para llegar al final del tren y la mayoría de la gente lo evitaba. El disfrutaba de su aparente soledad mientras observaba a las gaviotas sobrevolando pequeños barcos pesqueros cerca de la costa.

Buscó su teléfono móvil pero no pudo hallarlo por ningún lado. Su cabeza estaba vuelta loca y todas las ideas que le venían a la mente terminaban en una tragedia, pocas razones podrían explicar lo que le estaba pasando. Emilio se sentía bien, le costaba trabajo moverse pero se sentía entero. Después de muchas dificultades logró arrastrarse hasta lo que el supuso era el baño. No tenía ninguna idea de lo que estaba buscando pero tuvo un presentimiento de que la respuesta lo esperaba ahí.

Como toda la habitación el baño también estaba a oscuras, se paró frente al lavabo y encontró el interruptor con su mano derecha. Se escucho un grito ahogado a lo largo de todo el pasillo del piso seis; tocando su rostro Emilio trataba desesperadamente de entender al mismo tiempo que un pequeño escuadrón de enfermeras entraba a la habitación. Sorprendidas de verle de pie trataron de calmarlo; a pesar de la previa dificultad para moverse Emilio se zafo como pudo de las enfermeras de casacas naranjas brillante y se arrinconó en una de las esquinas de la regadera. Respiraba pesadamente con la cara desfigurada por el miedo.

Las enfermeras parecieron entender y se alejaron un poco, una de ellas tomó la iniciativa y se presentó, dijo que se llamaba Julieta y que era su enfermera, que Emilio había tenido un accidente y había estado en coma. Sus ojos se abrieron tanto que parecía que se saldrían de sus órbitas en cualquier momento. Tenía muchas preguntas pero no quería hacer ninguna de ellas, tenía demasiado miedo de las respuestas, sacudía su cabeza en señal de negativa mientras relajaba un poco su cuerpo, poco a poco perdía fuerzas y se encontró en el piso de nuevo. No se lo tuvieron que decir, el coma en el que vivió hasta ese día había sido mucho más largo de lo que cualquiera hubiera querido.

Dos décadas y un lustro habían pasado desde que Emilio tropezó con el último escalón bajando del tren número 23 en el tren de la ruta costera camino a su fiesta sorpresa de cumpleaños. El nunca se esperó una fiesta sorpresa, su familia y amigos nunca habían sido de ese tipo de gente; espontáneos, divertidos, con ganas de salir de la rutina. Nunca supo lo mucho que a ellos les importaba. Hoy tampoco habría fiesta, no porque el invitado no llegó sino porque este año nadie tenía ganas de celebrar. Si bien en su mente Emilio aún era joven su cuerpo cumplía hoy cincuenta años. Estaba bien alimentado pero notablemente envejecido, su juvenil rostro había quedado atrás muchos años antes, su pelo negro ahora estaba invadido por canas incipientes, solo sus ojos tenían aún el brillo que el recordaba, solo así podía asegurar que era, en efecto, la misma persona. Su mirada altiva y las ganas de comerse al mundo seguían ahí. Le dieron ganas de vomitar, las lágrimas salían a borbotones, como si sus ojos nunca hubieran llorado y veinticinco años de llanto acumulado luchara por salir lo antes posible.

No sabía que estaba teniendo un ataque de pánico, nunca había tenido uno. Pero la ansiedad le provoco salir corriendo y huir de aquel extraño lugar con olor a desinfectante; su cuerpo no reaccionó. Salir implicaba aceptarlo todo, el coma, ser viejo, todo. Por lo menos si permanecía ahí el tendría algún control sobre lo que pasaba. Se acercó a la ventana, tratando de observar un mundo que ya no era el suyo, un mundo que lo había dejado atrás y del que ahora tendría que formar parte. Por un instante trato de olvidar todo, se acomodó en cuclillas sobre un largo sillón verde, cerró los ojos y trato de eliminar a la fuerza todos los pensamientos en su cabeza: su familia, sus amigos, su vida entera desperdiciada inconsciente en una cama de hospital, nada le importaba, su más ardiente deseo era que todo terminara, ahí, en ese instante, apretó los dientes y anhelo estar de vuelta en casa, de vuelta en el tren número 23 de la ruta de la costa camino a casa. Deseó no haber perdido todos esos años y de golpe todos sus recuerdos lo golpearon hasta dejarlo sin aire: sus padres, su hermano y sus amigos, pensó en sus planes, recordó a todas las personas que quiso y a las que podría haber conocido, pensó en su perro, anhelo las posibilidades de lo que hubiera podido hacer de haber tenido la oportunidad. Su cuerpo se retorció con fuera, no podía respirar, no podía abrir los ojos de nuevo, en lugar de la media luz de la habitación de hospital sus ojos se cegaron con los colores enteros del sol que atravesaba sus pupilas. Abrió los ojos y reconoció inmediatamente la bahía del Conde Andrés. Emilio recorrió el último vagón del tren número 23 con la mirada, no había nadie en el, las puertas estaban abiertas y el anuncio de última parada sonaba en el altavoz.

Sudaba frío y tardó unos segundos en incorporarse, ésta vez no le costó trabajo levantarse de su asiento, bajó con mucho cuidado los escalones del tren, particularmente el último. Salió de la estación rumbo a casa, no lo sabía pero su fiesta lo seguía esperando, su cuerpo todavía cumplía veinticinco años, su mente en cambio se sentía mucho, mucho más vieja.

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