domingo, 15 de abril de 2012

Jardín de rosas

Tengo muchos recuerdos felices de mis vidas en el extranjero. Les digo vidas pues estos días me parece realidades que ya están muy lejos, difuminadas por la nostalgia, presentes en otro tiempo y lugar. Parte de un yo que ya no existe, reflejos de algo que se ha transformado en otra cosa. De todos esos recuerdos felices existe uno en particular que logra sacarme una sonrisa sin importar el momento en que aparece en mi mente: mi jardín de rosas. No siempre fue mío, de hecho tardamos algunos meses en decidir que ocuparía un lugar prominente en mi vida. Lo descubrí a finales de invierno, escondido detrás de una iglesia pequeña de ladrillo rojo, ahí estaba, oculto, tímidamente rodeado por su reja negra.

Un pequeño jardín de rosas, no lo sabía entonces pues durante el frío invierno irlandés solo veía algo de verde y ramas desnudas esperando algo más de sol, algo más de calor. Al principio solo sirvió como un atajo camino a la estación de trenes, una manera de cortar algo de tráfico y llegar a cubierto antes de que se enfriara mi chocolate. Conforme pasaron los meses fui notando como mi el jardín se transformaba, siempre caminaba por ahí muy temprano por lo que generalmente nuestros encuentros fueron a solas, poco a poco los colores cambiaban: el verde y el marrón dieron lugar a tonos vivos, rosado, rojo, blanco. Los celosos rosales por fin perdieron la pena y de un día a otro me sorprendieron con colores que yo solo recordaba en las jacarandas de la Ciudad de México o las de mi madre en su casa de Veracruz.

Conforme el número de visitas al jardín incrementaba también lo hacía el tiempo que dedicaba a deambular entre sus rosales. Una caminata rápida ya no era suficiente para sentirme entero y feliz por el resto del día. Necesitaba dedicarle el tiempo necesario, descubrir sus colores, sus aromas, necesitaba tomar algo de su vida y plasmarla en la mía. Al final me pude traer algo de vuelta conmigo, nada físico, tangible, nada que pudiera haber metido entre las páginas de un diario o en un bolso. El recuerdo de mi jardín de rosas siempre me lleva de vuelta a un tiempo algo más simple, transitorio, expectante del resto de mi vida. Una bella pausa antes del acto principal que ahora está por comenzar.

Ya pasaron varios años desde mi última visita al jardín, hace mucho que no tengo que caminar al tren, hace mucho que me despido de alguien en el umbral de su puerta por la mañana para comenzar mi día. Hace mucho, de hecho que no veo rosas, otras que no sean las del centro comercial o puestos callejeros, ya de camino al basurero. Entre el silencio de las flores y el reconfortante frío matutino encontré algo que me hacía sentir más en paz de lo que jamás me había sentido. Tan simple y complejo, tan bello, tan lleno de vida y cambiante, insertado en un entorno adverso florecía y demostraba sin tapujos su belleza.

Debo admitir que extraño mi jardín de cosas. No eh sabido llevar a diario lo que encontré en esos meses. La pereza y el miedo me fueron llevando de vuelta a perderme entre lo que debería hacer, lo que el mundo esperaba de mi. La verdad es que yo se bien que el mundo no espera nada de mi. Muera o viva este planeta y todos sus tripulantes pueden perfectamente seguir su vida. Al final del día somos insignificantes y nada indispensables. Las únicas exigencias para mi vida vienen de mi mismo; de mis metas, sueños y ganas de perseguir todas esas cosas que me hacen feliz.

Somos unos animales extraños los seres humanos, curiosos. Construimos y creamos; siempre cada vez más grande, cada vez mejor, entre más difícil y rebuscado mejor. Aún así somos capaces de maravillarnos de las cosas más sencillas, más simples, más naturales. Somos como niños que creen haberlo entendido todo solo para darse cuenta que realmente nunca entendimos nada. Perdidos en la oscuridad, ignorando nuestra luz interior, dependiendo de fantasías artificiales, soñando con algún día poder por fin quitarse el velo y darnos cuenta lo brillante que es realmente el sol.

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