lunes, 23 de septiembre de 2013

Mañana de domingo

De repente me encontré solo en la pista. Mis amigos desperdigados por el antro y yo tratando desesperadamente de encontrar a José, mi mesero de confianza. Así, sin trago y solo, puse cara de cachorrillo perdido y me puse a mirar alrededor, un poco para matar el tiempo, otro tanto por la curiosidad de ver quien o que andaba por ahí. Me movía un poquito, de lado a lado, disimulando el baile mientras afinaba el ojo en los parroquianos de la noche. En serio que no recuerdo nada de la música ese día, ni siquiera si me pareció buena o mala; así de repetitiva y comercial debió ser como para borrar cualquier evidencia de ella en mi memoria. 
No diré que el tiempo se detuvo, ni que Cristobal me pareció el chico más lindo que hubiera visto en toda mi vida. Simplemente diré que el estaba ahí, que nuestros ojos se cruzaron y que al final de la noche no podía otra cosa sino desear irnos juntos a casa. Es raro eso de ligar en medio de luces y ruido estridente; al final la conversación viene llena de agujeros entre la imposibilidad de escuchar y las copas haciendo juego con tus neuronas. En tu cabeza vas armando la mejor historia posible con la menor información disponible. Incluso lo físico pierde un poco en la oscuridad y la premeditada confusión que ocasiona la experiencia convencional en un centro nocturno de esa calaña.
De ahí en adelante lo que viene son escenas inconexas en mi cabeza: un beso a media avenida con una patrulla pasando lento tras nuestro; escaleras, muchas escaleras ininterrumpidas (sin pausa para besos); tomar un vaso de agua y perder la ropa interior en la oscuridad.  La noche pasó, la ventana no tenía cortina y una bella mañana dominical se reportó conmigo a primera hora para taladrarme el cerebro con una broca para concreto. Miré el techo, pintado de blanco, igual que en casa, pero ajeno, definitivamente ajeno. Tardé más en abrir los ojos de lo que me tomó recordar con quien estaba. No hacía falta llenar ese agujero en mi mente; saboreé el momento y me volví a su lado para abrazarlo un poco más. Así es como me gustaba despertar por las mañanas. 
Nunca fui bueno para las historias de una noche; soy de esos que abrazan, se acurrucan y hacen de desayunar. Aunque he de admitir que no recuerdo cuando fue la última vez que le hice de desayunar a alguien. Es, por mucho, mi comida más solitaria del día. En este caso no hacía ninguna diferencia, irónicamente yo ya tenía planes para esa mañana de domingo. Jugamos un poco bajo las sábanas, busqué la ropa interior fugitiva y me fui queriendo quedarme. 
En retrospectiva, debo admitir que la noche fue mucho mejor de lo que esperaba; lo pasé bien, desde el principio hasta el final. Los tragos fueron los justos, los amigos los indicados, el pasado relegado a una esquina a la que poco le puse atención durante la noche, la música fuerte y mis ganas de encontrarme una nueva historia vibrando en cada poro de mi piel. 
Ahora el día es diferente, remplacé la música electrónica con una interpretación de la Toccata y Fuga de Bach de la Orquesta Sinfónica de Lausana, tengo la mente clara y el número de Cristobal guardado en el celular. La tarde entera se me fue entre correos electrónicos del trabajo y consideraciones post-agarrón sobre si llamarle o no. Juego con el teléfono entre mis manos, izquierda, derecha, izquierda, derecha. Me pega el nervio, se empiezan a mezclar ideas en mi cabeza. Recuerdos de esa y muchas noches, recuerdos de mi ex, sinsabores, éxitos, fracasos, abrazos y besos, todos pensamientos revoloteando  en mi mente mientras decido que hacer con ese número guardado solo con su primer nombre en la libreta de contactos.
Regreso al mundo de los vivos con el sonido familiar de mi tono de llamadas. Un número desconocido y una voz familiar al otro lado de la línea, era Gonzalo, mi ex. No recuerdo cuando fue la última vez que hablé con el, y menos para mandarlo al diablo por pedirme explicaciones sobre el chico con el que bailaba el sábado pasado. Le colgué en el acto. Bastante tuve ya con la ruptura como para tener que dar explicaciones estando soltero. Al final, me harté de la indecisión, quedé con Cristobal para comer el martes, me lo llevó a mi lugar de siempre: el resto francés a tres cuadras de casa. Ya veremos si entre tinto y Foie Gras esta historia da para seguirla contando. 

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