martes, 8 de mayo de 2012

Tropiezos 2

-¡Qué noche más larga!- pensaba Mateo para si. En unos días empezaba la temporada de evaluaciones finales en el colegio y fingir estudiar lo tenía exhausto. Nunca había tenido necesidad de prepararse para una prueba, pero cada vez que los exámenes se aproximaban lo hacía diligentemente para disimular un poco con sus compañeros de clase. Mateo siempre fue un bicho raro, en lugar de juguetes tenía libros, en lugar de jugar fútbol le gustaba echarse sobre la arena de la costanera a contemplar el vaivén de las olas. Caminaba todos los días por el parque Folleros, justo el punto exacto entre casa y el colegio. Disfrutaba el sonido de los abedules mientras se mecían al ritmo de la brisa de la tarde.
La víspera había pasado sin contratiempos, todavía faltaban tres días para su primera evaluación y se sentía muy bien preparado, tranquilo; la literatura universal nunca se le había dificultado en exceso. Esa tarde, Sofía e Isabel le pidieron ayuda, el, aunque sabía que lo usaban un poco, accedía. Ayudarlas le permitía tenerlas contentas y sacarles una risotada en clase de vez en cuando. Mantenía las cosas tranquilas y a ratos podían hacerlo olvidar que era un bicho raro, extrañas amigas, pero amigas a final de cuentas. 
Como en cada noche de estudio ellas lo despedían temprano, no sin antes sonsacarlo un poco para salir a bailar. Mateo, nunca aceptaba, el ruido y la gente lo ponían de nervios. Prefería quedarse en casa leyendo algo de los clásicos; escuchando sinfonías retorcidas con el volumen a tope, tomando algo de vino, de ese robado de la cava de su padre. A pesar de su aparente anormalidad era bastante feliz, estaba agusto consigo mismo, disfrutaba de su locura y extravagancia. Mateo era un chico apuesto, con ojos verdes agua sucia y una sonrisa boba que mataba al instante. 
Esa noche estaba disfrutando particularmente su caminata nocturna entre los árboles, fuera de unos locos aglomerados afuera de un club a la distancia, el parque era todo para el. Le gustaba imaginar las escenas de su vida en su cabeza, podía verse caminando a solas con su bufanda de cuadros al cuello y sus gafas redondas entre abedules y corrientes de aire; eran sus propias fantasías literarias, dignas de una cubierta de piel y hojas con borde dorado.
Caminó un poco más, pasando de largo la roída efigie de algún militar, cagado día a día por gorriones que parecían juzgar su oscuro pasado a base de excremento, castigándolo con mierda para la posteridad. Sonrió un poco, recordando aventuras pasadas, aquellas tantas que nadie conocía de su vida, aquellas que guardaba celosamente para si. Pensó en su primer beso, ese primer beso que le robaron a escondidas detrás de las gradas del campo de juegos; pensó en sus caminatas nocturnas por la playa.
Mateo venía ensimismado en sus pensamientos, no vio de donde ni como, pero de pronto se encontró, casi por instinto, con un movimiento rápido, sosteniendo a un desconocido entre sus brazos. El chico tenía el rostro desfigurado, como si viniera de una pelea. Mateo reaccionó sin reparos cuando el desconocido se le vino encima; lo aventó violentamente contra una de las rejas del parque. El chico se quedó frío, con una mirada incrédula, una mirada de aquel que se cree dueño del mundo y de repente lo ve resquebrajandose. 
Durante un instante eterno se miraron uno al otro, ninguno con una idea clara sobre que hacer. Mateo se recompuso rápidamente y echo a andar por el parque, rumbo a casa, añorando su vino y su música. Trato pretender un estado de tranquilidad que sudaba falsedad. Julián estaba perplejo, nunca antes alguien lo había tratado de esa manera. Sus encantos, su agresividad divina-¿qué demonios estaba pasando?-. Inseguro de su siguiente acción se quedó inmóvil observando al chico de las gafas redondas alejarse apresurado, a pesar del incidente el lo veía tranquilo. 
Julián se quedó pensando, tirado en el suelo, sin escuchar abedules. Su mundo entero había cambiado en unas pocas horas. Paso de la inseguridad al miedo, del deseo a la violencia, de lo agresivo a lo tierno. Su pecho palpitaba fuerte y su cabeza no sabía por donde empezar a descifrar la rápida sucesión de eventos. Solo hace un rato estaba cruzando la pista con el popote doblado y la mirada altiva, ahora estaba adolorido, tirado en el piso, con la camisa rota y la cara hinchada. Toda la escena le parecía un torbellino extraño, sin pies ni cabeza, acentuada por su brevísima interacción con un desconocido de ojos verdes y bufanda a cuadros. Unos ojos verdes que desde ese momento tenía que volver a ver.

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